Señora alcaldesa:

Érase que se era una vez, en el país de “nunca fiar”, que hallábase un honrado comerciante detrás del mostrador, solícito a dar los buenos días a su clientela, cuando dos fulanos de mal vivir, amigos de lo ajeno y enemigos de la decencia, dieron por entrar en su establecimiento, amasado con sudores de muchos años de trabajo y desvelos, y apremiaron al honrado comerciante a que depositara en sus sacas todo cuanto de valor tuviera en las vitrinas, alacenas y estantes de su tienda y trastienda, utilizando para su convencimiento armas afiladas de acero templado empuñadas por manos destempladas.

 Para conseguir el rendimiento más rápido y la obtención del botín más abundante posible, agredieron a una hija del honrado comerciante como medida de persuasión, de demostración de que ambos malhechores, no eran principiantes bravucones en el mundo de la delincuencia. Ante situación tan delicada y temiéndose lo peor para él, los suyos y lo suyo, el honrado comerciante no encontró a mano arma blanca con la que dar respuesta proporcionada a los desalmados, como exigía la ley del condado para los actos de autodefensa, por lo que tiró de pistola, de un arma de fuego para cuya práctica tenía permiso del sheriff del condado, y apuntando a los malhechores con el ánimo de que huyeran, les disparó, hiriéndoles las carnes. Pronto el honrado comerciante comenzó a sentirse inseguro ciudadano, porque las leyes del condado tenían más en cuenta una defensa propia proporcionada, que poner en riesgo su vida. Y como vivía en el país de “nunca fiar”, el honrado comerciante, defensor de los suyos y lo suyo, terminó entre rejas, y los desalmados delincuentes, una vez restañadas en sus carnes las heridas de bala, volvieron a sentirse libres para seguir siendo asaltantes de navaja en mano, especie protegida frente al honrado “depredador” que defiende a los suyos y su intereses. Y, colorín, colorado, este cuento ha terminado en el país donde las cosas que no debieron pasar, han pasado.